jueves, 2 de septiembre de 2010

el manual para canallas para hoy....recomendable


Septiembre llovía en los ojos de Isabella. Me senté junto a ella y le pregunté qué pasaba. Sólo encogió los hombros. Intentó limpiarse los mocos con la muñeca derecha, pero aquello siempre ha sido infructuoso
Yo era su mejor amigo desde la infancia y aún así no sabía cómo reaccionar en esas situaciones. Quizá debí decirle que contaba conmigo para siempre, sólo que a los 14 años uno todavía está muy verde. Nos quedamos en silencio, como siempre que nos escondíamos en aquel traspatio. Era nuestro refugio para los momentos malos o tan sólo para aislarnos un poco a escuchar la soledad de los grillos.
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Isabella se llamaba así porque su madre juraba que tenía sangre italiana. Yo quedé cautivado por Isabella desde el momento en que se mudaron junto mi casa. La primera vez que la vi sostenía un león de peluche y una lonchera un poco maltratada (después me diría que era su valija de tesoros). Me atraparon sus ojos claros y la cabellera larga, pese a esos moños absurdos. Su madre daba órdenes a los de la mudanza y a mí me pareció una mujer muy guapa. “Hazte para allá, hija, no estorbes”, le dijo a la pequeña, “siéntate allí, junto a ese niño” y me señaló. La chavita fue a acomodarse a mi lado. Yo hice como que la ignoraba, pero algo me impulsó a sacar del bolsillo mis estampitas de luchadores. A ella le encantaron y acabé regalándole las repetidas. Allí nació nuestra amistad, que se fortaleció en la escuela y se fue transformando en mucho más, muy a su pesar, muy en mi contra.
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Isabella y yo éramos los líderes de la palomilla. Siempre estábamos tramando travesuras, como secuestrar al gato de doña Morticia, una vecina que, jurábamos, era bruja. Pero el condenado animal siempre se nos escapaba. En la escuela, Isabella era de las más aplicadas, yo intentaba ir a su ritmo, pero la neta es que yo era malo para las matemáticas. A los 12 años ella ya comenzaba a perfilar una silueta que llamaba la atención. Y aunque nos hacían burla con eso de que “¡son novios, son novios!”, nosotros sólo nos reíamos. Éramos mucho más que eso, había una complicidad forjada con los años, enraizada en juegos infantiles y secretos compartidos. A su lado me olvidaba de la miseria, del abandono de mi padre y de la neurosis de mi madre. Isabella era hija única, de madre soltera, y un día me confesó que ella nunca se casaría porque su jefa le inculcó eso de que todos los hombres son una mierda. Yo soñaba con ser novio eterno de Isabella y casarme con ella y tener dos hijos que sacaran sus ojos… Alguna vez jugamos a casarnos en una kermes y hasta nos dimos uno que otro beso a escondidas, pero nos pesó más la amistad.
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Apenas habíamos entrado a la secundaria cuando la madre de Isabella se “juntó” con un tipo que aborrecíamos. A mí me caía gordo porque Isabella no lo soportaba. El sujeto manejaba un Mustang y era medio padrotón. Nunca supe en que trabajaba, pero en el barrio decían que traficaba con drogas. A mí me importaba Isabella, solamente. Ella estaba en la escolta y era la más guapa de la escuela. Yo entré al coro para aprender a tocar guitarra. En tercero de secundaria ya nos veíamos menos, se juntaba más con sus amigas y comenzó a perder alegría. Empecé a encontrarla más seguido en el traspatio, tristeando y quejándose de lo estúpida que era su madre por estar con el pendejo de su “marido”. De buenas a primeras dejó de ser la chica brillante de su clase, se volvió rebelde y la explicación que daban era que “la adolescencia es una de las etapas más complicadas para una mujercita”. Yo parecía perder a mi mejor amiga y extraviar mis sueños de que se enamorara de mí para toda la vida.
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La última vez que platicamos en el traspatio me dijo que “eres el mejor amigo que he tenido. No olvides que te quiero mucho”. Y se recargó en mi hombro mientras mirábamos hacia aquel árbol que trepábamos de niños. Sus lágrimas mojaron mi hombro. Yo la abracé en silencio. Isabella me besó en la boca antes de irse. Y esa noche tardé en conciliar el sueño. Por la mañana me despertaron los alaridos de su madre. Confundido me asomé por la ventana. Lo demás fue una sucesión de escenas confusas. Un vecino entró corriendo a la casa de Isabella. Todo era confusión, el vértigo de la histeria. Isabella se colgó de la regadera del baño. Dejó una carta lapidaria, en la que acusaba a su madre de no confiar en ella y luego le sugería que buscara el perdón en Dios porque de su boca nunca podría escucharlo. El vecino que ayudó a bajarla dijo que nunca olvidaría aquel cuerpo inerte, desnudo. Yo jamás podré sacar de mi mente las últimas palabras de Isabella. El funeral fue tristísimo, los compañeros de secundaria fueron todos con uniforme. Yo me vestí de negro y lloré discretamente. Con el paso de los días las lluvias acentuaron mi melancolía. Y también con el paso de los días se fue sabiendo la verdad. El padrastro abusaba de ella y la madre nunca quiso escucharla o simplemente prefería evadirse. Años después yo escribí una canción que no me gustaba interpretar y de la que sólo conservo un fragmento: “Una cuerda de guitarra pende del techo de tu ausencia. Este acorde suena a lamento y no sé cuándo volveré a cantar tu nombre. Creo que acabaré por usar esa cuerda para suicidar tu recuerdo”.
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No soporto el mes de septiembre. Y siempre me prohíbo tocar la guitarra, musitar ciertos nombres. Creo que los dioses del azar, acaso el destino, un designio supremo, pusieron a Isabella en mi camino para que yo aprendiera a valorar la vida, a no menospreciar el sufrimiento. Será por eso que me resisto a inventar historias felices. Será por eso que prefiero contar las cosas más tristes que siempre me han rodeado, como una pandilla salvaje que busca atemorizarme.
manualparacanallas@hotmail.com

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