martes, 7 de septiembre de 2010

LA DIFERENCIA ENTRE EL PECADO Y EL DELITO, en la jornada...chingón

I. LA DIFERENCIA ENTRE EL PECADO Y EL DELITO
L
as religiones pueden definir qué clase de conducta son pecado,pero no están facultadas para establecer qué debe o no ser considerado como delito.
Es a la Iglesia, o poder espiritual, a la que corresponde castigar o perdonar el pecado, y al Estado, o poder temporal, al que corresponder juzgar y castigar el delito y considerar los atenuantes o agravantes de su comisión. Pero no le corresponde perdonarlo.
La Iglesia, si quiere, puede perdonar el o los pecados de un asesino, un narcotraficante o un pederasta. El Estado no obliga a la Iglesia ni a condenar, ni a castigar esta clase de transgresiones. Sí le exige, en cambio, que entregue a la justicia civil a todo aquel ciudadano cuyo pecado constituya un delito, para que se le juzgue con todo el peso –y la bondad– de la Ley.
Cuando la Iglesia se niega a hacerlo con la excusa del secreto de confesión, y de hecho siempre lo hace, el sacerdote y con él la Iglesia entera se transforman en encubridores, en cómplices del delito.
II
El laicismo y la libertad
La diferencia entre pecado y delito es una de las tres principales características del laicismo, tal como las plantea el brillante filósofo español Fernando Savater en su libro La vida eterna. Las otras son:
La segunda: “En la sociedad laica tienen acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que pueda imponerse a nadie”.
Esto quiere decir que, en un régimen laico, como el nuestro, el Estado se erige en protector de todas las religiones, concede a todos sus ciudadanos la libertad ejercer cualquiera de ellas y, al mismo tiempo, no puede imponer ninguna religión sobre las demás. De esta libertad goza incluso el presidente de la República, que puede ser católico, protestante, judío o ateo. Sólo se le pide, en caso de ser religioso, que practique su fe con discreción. Y así, con una sola y lamentable excepción, lo han hecho, desde hace más de medio siglo, los presidentes mexicanos que han sabido respetar al laicismo como una de las conquistas del estado democrático...
La tercera. Dice Savater:
“En la escuela pública, sólo puede resultar aceptable como enseñanza loverificable –es decir, aquello que recibe el apoyo de la realidad científicamente contrastada en el momento actual– y lo civilmente establecido como válido para todos: los derechos fundamentales de la persona constitucionalmente protegidos”.
En otras palabras, el Estado se reserva el derecho a impartir una educación no religiosa sobre bases científicas. La responsabilidad de la Iglesia es la de impartir la enseñanza religiosa, así ésta se base en milagros y dogmas. Tiene toda la libertad de hacerlo.
El Estado laico mexicano no le prohíbe a la Iglesia católica la enseñanza de la religión. No le prohíbe, a ningún padre de familia, que le enseñe a sus hijos a ser católicos. México siempre ha permitido la enseñanza religiosa en las escuelas privadas.
Y, si se alega que sólo los niños de padres en buenas condiciones económicas pueden asistir a las escuelas privadas, la Iglesia católica tiene en México la absoluta libertad –como la tienen todas las otras iglesias– de proporcionar enseñanza religiosa a los niños de familias con escasos recursos pecuniarios en los días y horarios que no interfieran con los de las escuelas públicas, y en los locales que disponga.
Aunque si éste fuera el caso, y la Iglesia asumiera en pleno la misión y la responsabilidad de instruir a esos niños en los principios religiosos y asegurar así su incorporación al rebaño del Señor, uno no podría dejar de preguntarse: ¿cuántos padres de familia dejarían ir solos a sus hijos a las clases de catecismo impartidas por un sacerdote célibe?
III
Contra la naturaleza
La revista católica mexicana Semanarioexpresó la semana pasada que la adopción de niños por parejas del mismo sexo es un atentado contra la naturaleza, la familia y los niños.
No es así. La adopción de un niño o una niña huérfanos por una pareja homosexual no atenta contra la naturaleza. No existe en la naturaleza ninguna ley que impida o condene la protección que un ser humano desee otorgar a otro ser humano.
Tampoco atenta contra la familia: tiene, por lo contrario, la intención de dar una familia al adoptado.
Por último, no atenta, tampoco, contra ningún niño: tiene el objetivo de cobijarlo contra la orfandad, el abandono, la prostitución, la miseria. Y, si esa pareja está formada por dos católicos o dos católicas, el propósito, también, de educarlo en la religión y que aprenda, así, a amar a Dios.
Lo que sí va contra la naturaleza es el celibato sacerdotal. Cada vez que un hombre descarga su esperma, éste vuelve a acumularse y, en pocos días, su naturaleza exige una nueva expulsión. No son muchas las formas en que un sacerdote adulto puede satisfacer esta exigencia: 1) mediante la masturbación, que para la Iglesia es un pecado, pero que no es un delito para el poder civil: b) mediante la relación sexual con consenso mutuo con una mujer adulta, que también para la Iglesia es un pecado –violación del celibato–, y que tampoco para el poder civil es un delito c); mediante la relación sexual con consentimiento mutuo con otro hombre adulto –por ejemplo, otro sacerdote–, que, una vez más, es considerada por la Iglesia como un pecado, pero que no está catalogada como un delito por el poder civil.
Y d) mediante la pederastia, que es considerada como un pecado por la Iglesia y, por el poder civil, como undelito grave.
El celibato sacerdotal va, también, contra la Ley Divina. Las órdenes del Señor, en el primer libro de la Biblia, el Génesis, son muy claras: Creced y multiplicaos. Estas órdenes, dirigidas a todos los futuros seres humanos sin excepción, han sido desobedecidas durante siglos por la Iglesia católica desde que inventó, en el siglo XI –o sea más de mil años después del nacimiento de Cristo– un celibato que Dios Padre nunca predicó ni ordenó: de haberlo hecho, la humanidad no hubiera existido. Otra cosa fue el enredo inventado por la Iglesia, que identificó el primer acto destinado a cumplir esa orden: la primera relación sexual entre Adán y Eva, con el pecado original. Las mentes puritanas nunca han sido capaces de concebir que Dios le otorgue al ser humano un placer sin que vaya aparejado, en calidad de cobro, el castigo correspondiente.
Si el celibato desapareciera, los sacerdotes no homosexuales –que presumo son la mayoría– podrían forma parejas heterosexuales capaces de salvar de la indigencia y la derelicción a numerosas criaturas, y llenarlos de amor y bendiciones. Y, para cumplir con la orden del Señor, los sacerdotes casados podrían además engendrar a sus propios hijos. Debe haber millones y millones de niños que duermen, en espera de nacer, en el vientre de la Eternidad. Que los traigan, pues, al mundo, en el seno de una pareja heterosexual aquellos que más abogan por el bienestar y la felicidad de la infancia.
El Estado laico no necesita el perdón de Dios, porque no atenta ni contra Dios ni contra la Iglesia. No atenta contra los fieles: protege su libertad. Protege su libre elección O, en otras palabras, protege el libre albedrío, cuya existencia fue confirmada por Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica.

jueves, 2 de septiembre de 2010

el manual para canallas para hoy....recomendable


Septiembre llovía en los ojos de Isabella. Me senté junto a ella y le pregunté qué pasaba. Sólo encogió los hombros. Intentó limpiarse los mocos con la muñeca derecha, pero aquello siempre ha sido infructuoso
Yo era su mejor amigo desde la infancia y aún así no sabía cómo reaccionar en esas situaciones. Quizá debí decirle que contaba conmigo para siempre, sólo que a los 14 años uno todavía está muy verde. Nos quedamos en silencio, como siempre que nos escondíamos en aquel traspatio. Era nuestro refugio para los momentos malos o tan sólo para aislarnos un poco a escuchar la soledad de los grillos.
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Isabella se llamaba así porque su madre juraba que tenía sangre italiana. Yo quedé cautivado por Isabella desde el momento en que se mudaron junto mi casa. La primera vez que la vi sostenía un león de peluche y una lonchera un poco maltratada (después me diría que era su valija de tesoros). Me atraparon sus ojos claros y la cabellera larga, pese a esos moños absurdos. Su madre daba órdenes a los de la mudanza y a mí me pareció una mujer muy guapa. “Hazte para allá, hija, no estorbes”, le dijo a la pequeña, “siéntate allí, junto a ese niño” y me señaló. La chavita fue a acomodarse a mi lado. Yo hice como que la ignoraba, pero algo me impulsó a sacar del bolsillo mis estampitas de luchadores. A ella le encantaron y acabé regalándole las repetidas. Allí nació nuestra amistad, que se fortaleció en la escuela y se fue transformando en mucho más, muy a su pesar, muy en mi contra.
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Isabella y yo éramos los líderes de la palomilla. Siempre estábamos tramando travesuras, como secuestrar al gato de doña Morticia, una vecina que, jurábamos, era bruja. Pero el condenado animal siempre se nos escapaba. En la escuela, Isabella era de las más aplicadas, yo intentaba ir a su ritmo, pero la neta es que yo era malo para las matemáticas. A los 12 años ella ya comenzaba a perfilar una silueta que llamaba la atención. Y aunque nos hacían burla con eso de que “¡son novios, son novios!”, nosotros sólo nos reíamos. Éramos mucho más que eso, había una complicidad forjada con los años, enraizada en juegos infantiles y secretos compartidos. A su lado me olvidaba de la miseria, del abandono de mi padre y de la neurosis de mi madre. Isabella era hija única, de madre soltera, y un día me confesó que ella nunca se casaría porque su jefa le inculcó eso de que todos los hombres son una mierda. Yo soñaba con ser novio eterno de Isabella y casarme con ella y tener dos hijos que sacaran sus ojos… Alguna vez jugamos a casarnos en una kermes y hasta nos dimos uno que otro beso a escondidas, pero nos pesó más la amistad.
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Apenas habíamos entrado a la secundaria cuando la madre de Isabella se “juntó” con un tipo que aborrecíamos. A mí me caía gordo porque Isabella no lo soportaba. El sujeto manejaba un Mustang y era medio padrotón. Nunca supe en que trabajaba, pero en el barrio decían que traficaba con drogas. A mí me importaba Isabella, solamente. Ella estaba en la escolta y era la más guapa de la escuela. Yo entré al coro para aprender a tocar guitarra. En tercero de secundaria ya nos veíamos menos, se juntaba más con sus amigas y comenzó a perder alegría. Empecé a encontrarla más seguido en el traspatio, tristeando y quejándose de lo estúpida que era su madre por estar con el pendejo de su “marido”. De buenas a primeras dejó de ser la chica brillante de su clase, se volvió rebelde y la explicación que daban era que “la adolescencia es una de las etapas más complicadas para una mujercita”. Yo parecía perder a mi mejor amiga y extraviar mis sueños de que se enamorara de mí para toda la vida.
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La última vez que platicamos en el traspatio me dijo que “eres el mejor amigo que he tenido. No olvides que te quiero mucho”. Y se recargó en mi hombro mientras mirábamos hacia aquel árbol que trepábamos de niños. Sus lágrimas mojaron mi hombro. Yo la abracé en silencio. Isabella me besó en la boca antes de irse. Y esa noche tardé en conciliar el sueño. Por la mañana me despertaron los alaridos de su madre. Confundido me asomé por la ventana. Lo demás fue una sucesión de escenas confusas. Un vecino entró corriendo a la casa de Isabella. Todo era confusión, el vértigo de la histeria. Isabella se colgó de la regadera del baño. Dejó una carta lapidaria, en la que acusaba a su madre de no confiar en ella y luego le sugería que buscara el perdón en Dios porque de su boca nunca podría escucharlo. El vecino que ayudó a bajarla dijo que nunca olvidaría aquel cuerpo inerte, desnudo. Yo jamás podré sacar de mi mente las últimas palabras de Isabella. El funeral fue tristísimo, los compañeros de secundaria fueron todos con uniforme. Yo me vestí de negro y lloré discretamente. Con el paso de los días las lluvias acentuaron mi melancolía. Y también con el paso de los días se fue sabiendo la verdad. El padrastro abusaba de ella y la madre nunca quiso escucharla o simplemente prefería evadirse. Años después yo escribí una canción que no me gustaba interpretar y de la que sólo conservo un fragmento: “Una cuerda de guitarra pende del techo de tu ausencia. Este acorde suena a lamento y no sé cuándo volveré a cantar tu nombre. Creo que acabaré por usar esa cuerda para suicidar tu recuerdo”.
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No soporto el mes de septiembre. Y siempre me prohíbo tocar la guitarra, musitar ciertos nombres. Creo que los dioses del azar, acaso el destino, un designio supremo, pusieron a Isabella en mi camino para que yo aprendiera a valorar la vida, a no menospreciar el sufrimiento. Será por eso que me resisto a inventar historias felices. Será por eso que prefiero contar las cosas más tristes que siempre me han rodeado, como una pandilla salvaje que busca atemorizarme.
manualparacanallas@hotmail.com